Diego Velásquez



Diego Velásquez

La importancia de Velázquez, al margen de su propia personalidad, radica en su capacidad de tratar de un modo magistral, a lo largo de su dilatada carrera, la mayoría de los grandes temas pictóricos de su época. Consumado retratista, no fue sin embargo inferior su calidad en obras de género mitológico, religioso, alegórico y paisajístico.
El arte del retrato
La evolución de sus retratos es sorprendente, advirtiéndose en ellos la falta de amaneramiento de los artistas que cultivaron de este género. Su primera obra dentro de esta temática es el retrato de Sor Jerónima de la Fuente (1620, Museo del Prado, Madrid), primera abadesa del convento de Santa Clara en Manila. En él, el maestro hispalense aún es deudor de un estilo seco y dibujístico, propio de su primera etapa sevillana. Antes de partir hacia la corte, realizó el retrato del poeta Luis de Góngora y Argote (1622, Museum of Fine Arts, Boston), en el que abunda en la captación psicológica del personaje.

A su llegada a Madrid, el joven Felipe IV le encargará un amplio repertorio de su imagen regia, que iniciará con el busto de Felipe IV con coraza (1625, Museo del Prado, Madrid), después de haber realizado el de Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares (1624, Museo de Arte, São Paulo), máximo valedor de su arte ante la corona española. Le siguen retratos de miembros de la familia real y del mismo monarca, tales como el Infante don Carlos y el Felipe IV de cuerpo entero, ambos en el Museo del Prado. En todos ellos el esquema es casi idéntico, consiguiéndose la profundidad visual gracias a la sombra que proyectan los cuerpos de los retratados.
Después de su viaje a Italia en el año 1629, la representación de los miembros de la realeza adquiriría un mayor realismo huyendo de la enfatización. Velázquez los pinta no como ellos hubieran querido ser representados, sino como él los ve. La serie de retratos en traje de caza, encargada para la Torre de la Parada, y los retratos, ya comentados, para el Salón de Reinos, son buena muestra de la voluntad realista de Velázquez. Sólo de esta época, el Retrato ecuestre del conde duque de Olivares (1634, Museo del Prado, Madrid), se aparta de la actitud comedida de este pintor, para mostrarnos una representación resuelta en clave barroca.
Su segundo viaje a Italia el año 1649 marcará un hito en su carrera retratística que se resume en dos magníficos cuadros: el de su criado y también pintor Juan de Pareja (1650, Metropolitan Museum, Nueva York), y el del papa Inocencio X (1650, Galería Doria Pamphili, Roma). El retrato papal ha de considerarse uno de los mejores ejemplos de captación psicológica y de genial solución formal de la historia del arte.
Bufones y enanos
Mención aparte merecen sus series de enanos y bufones, iniciadas en 1626 con el Juan Calabazas, llamado Calabacillas (Cleveland Museum of Arts, Ohio) y continuada por El príncipe Baltasar Carlos con un enano (1631, Museum of Fine Arts, Boston). El Museo del Prado conserva la serie iniciada por Pablo de Valladolid (1633) y continuada por Francisco Lezcano, el Niño de Vallecas (1634), El bufón Barbarroja, Don Cristóbal de Castañeda y Pernia (1636) El bufón Calabacillas, llamado erróneamente El bobo de Coria (1639), El bufón llamado don Juan de Austria (1643), El bufón don Diego de Acedo, "El Primo" (1645) y El bufón Sebastián de Morra (1644).

Obras Mitológicas

La mitología es tratada por Velázquez con el concepto propio de los pintores naturalistas. Al igual que Caravaggio, humanizará el mito haciéndolo cotidiano, casi protagonista de una escena de género. Esta temática se inicia con el Triunfo de Baco (1629, Museo del Prado, Madrid), más conocido por Los borrachos. En él su protagonista pierde valor ante la fuerza de los personajes populares. Es obvio que Velázquez conoce profundamente la cultura mitológica, aprendida en casa de su suegro Pacheco, lugar de reunión y debate de la intelectualidad sevillana de la época. Y como lo conoce se atreve a desmitificarlo.

Su influencia

Tras su muerte, Velázquez fue objeto de admiración por parte de muchos artistas. La huella del pintor se pone de manifiesto en los trabajos de artistas tan extraordinarios como Francisco de Goya. En este sentido, podemos encontrar alusiones a Las meninas en La familia de Carlos IV, obra que el aragonés realizó en 1801. Ambas pinturas tienen como tema al artista trabajando en compañía de la familia real. Sin embargo, Goya optó por una composición sobria y de escasa profundidad, que contrasta con el dinamismo y la abundancia de planos de la obra de Velázquez.
Muchos especialistas han puesto de relieve la importancia de Velázquez para la pintura del siglo XIX. A partir de una deslumbrante variedad de pinceladas y una sutil armonía de colores, logró efectos de forma, textura, luminosidad y atmósfera que lo convirtieron en un precedente de la pintura impresionista. Las propuestas de artistas como Édouard Manet, Auguste Renoir o Claude Monet deben mucho a la lección de Velázquez.

No menos significativa ha sido la huella de Velázquez en el arte del siglo XX. Nada menos que el malagueño Pablo Picasso, el más importante artista de la centuria, se basó en Las meninas para elaborar diversas series de composiciones. Otros notables artistas modernos, como Francis Bacon, Antonio Saura o Manolo Valdés, también se inspiraron en su pintura para elaborar algunas de sus propuestas más destacadas.


Detalle de La Venus del espejo (1650)

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